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Hubo un tiempo no tan lejano en el que el cine se imaginó tan real como los propios sueños. No era tanto cosa de las utopías como del sentido común por, precisamente, sentido compartido, sentido de todos. La idea no era otra que repensar el mecanismo de una representación por fuerza fallido donde los que hablan son siempre los mismos que, básicamente, son los que pueden pagarse una escuela de cine. Ya se ha olvidado, pero tiempo atrás (o no tanto) colectivos como los autodenominados grupos Medvedkin se empeñaron en no distinguir entre obreros, intelectuales, cineastas o estudiantes. Todos a la vez se soñaron sujeto y objeto, los dos reales, de significado. La creación pasó a ser, aunque solo fuera en un instante de tumulto, una actividad no tanto anónima como colectiva. Y por ello no impuesta. En ese enjambre se afanaron los colectivos ARC, o el grupo Dziga Vertov o los cinétracts donde se juntó toda la modernidad francesa desde Chris Marker a Jean-Luc Godard pasando por Alain Resnais (la mayoría hombres, por cierto). Aquello no eran más que octavillas, panfletos cinematográficos, cuya intención no era otra que participar en el movimiento hasta lograr ser el movimiento mismo.
A nuestros amigos, la nueva película de Adrián Orr protagonizada por Sara Toledo, comparte, y no necesariamente de forma programática (o no del todo), la misma inquietud. Y ahí se hace fuerte hasta conseguir el más vívido, veraz y perfecto retrato de una generación, de una adolescencia, de una clase social, de un modo de estar en el mundo. Todo en uno. «Queríamos contar una historia muy vinculada a la realidad, pero libre. Que tomara del documental su fe en los hechos, pero que se permitiera jugar con ellos, construir de su mano una historia nueva. La idea era que los dos tonos, de lo creado y lo real, se integraran de forma fluida y sin interrupciones», explica el director en un intento gráfico y, admitámoslo, no muy claro de hacer explícito el libro de estilo de su película. Lo que se ve sobre la pantalla es mucho más transparente, directo, brillante y hasta inolvidable. Se cuenta la historia de Sara Toledo, ese es su nombre dentro y fuera, a un lado y otro de la narración. Ella es ahora una joven de 23 años que vive sola en el barrio madrileño de Carabanchel, que, según el acento elegido, es un barrio humilde, un barrio obrero, un barrio popular o, más sencillo, un barrio sin más. Cuando empezó el proyecto tenía 17, pero el barrio era el mismo. La coincidencia importa.
«Recuerdo», dice ella, «que cuando me propusieron hacer la película estaba con la Evau. No sé si por pura inconsciencia, el caso es que no puse inconveniente en que empezarán con el rodaje cuando me encontraba completamente concentrada en conseguir la nota adecuada para hacer no sé muy bien qué: Antropología quizá, o Filosofía, o Ciencias Políticas, o Comunicación Audiovisual... No sabía». A su lado, Orr reconstruye los primeros pasos que vienen antes de la antes llamada Selectividad. El director, que venía de firmar el documental Niñato, entró en contacto con el grupo de teatro La Tristura comandado por Itsaso Arana, Violeta Gil y Celso Giménez. Por entonces, Sara colaboraba con el último de los citados en la obra Future lovers que, en su esencia, vive y se construye en el mismo equilibrio inestable entre la confesión de verdad de la persona, la real, y la ficción cierta del personaje, el construido. «Desde el principio, vi claro que la película tenía que ser Sara», afirma ahora el director como si de una revelación se tratara.
A nuestros amigos cuenta la historia de dos colegas. Sara y Pedro. Hay más, como el Polilla (irrenunciable) pero básicamente son ellos dos y los demás. Su vida discurre sin que nada les afecte, solo pendiente de la fiebre de la misma vida. En la primera escena se cuelan en una piscina que no es suya hasta que son descubiertos y huyen. Acto seguido, se juntan en el parque, fuman, beben y hablan de sus cosas. O al revés, hablan de sus cosas, beben y fuman. Alguno hay que monta en bici. El caso es que nada les afecta. Y así hasta que un día Sara entra en un grupo de teatro, que bien podría ser la Tristura, conoce otra gente como Paula, empieza a interpretar una obra de teatro que, en efecto, recuerda a Future lovers, y algo cambia, las cosas les afecta y la vida es algo más además de fiebre.
«El desclasamiento es un concepto con que empecé a familiarizarme leyendo a gente como Annie Ernaux», comenta Orr. Y sigue: «Lo que le ocurre a Sara tiene que ver con esto precisamente: con sentirse parte de un grupo por nacimiento y por clase social y, de repente, notar que algo le separa de todo ello. En parte, el viaje de Sara es el mismo que hice yo y que hemos hecho tantos. Yo mismo no supe que alguien como yo podía hacer cine hasta que alguien, por pura casualidad, me lo enseñó. Hacer cine en particular y la cultura en general no estaba en mi horizonte de deseos. Es simplemente una cuestión de clase. El cine hasta ahora lo han hecho las clases medias y altas y, por esa razón, nos hemos perdido infinidad de relatos. Nos hemos perdido todas las historias como las de Sara». En definitiva, volvemos al principio, se trata de repensar el mecanismo de representación. Y eso, ya se ha dicho, no es tanto cosa del sentido de las utopías como del sentido común por sentido compartido, sentido de todos.
«Lo que me he dado cuenta», vuelve a tomar la palabra Sara (la de verdad), «es que la gente como yo hemos crecido sin referentes. Cuando yo me acercaba a la Filmoteca del cine Doré a ver películas no veía nadie que se me pareciera. Eso era cosa de la burguesía». Pausa. «Y eso me genera muchos conflictos. De todas mis amigas del barrio, yo soy la única que vive sola en un piso. Vienen mis colegas a casa y me dicen: "Te has convertido en lo que odiamos"». Sara tiene ahora 23 años. La película se ha rodado, por tanto, a los largo de cinco. Sara aprobó la Evau. Sara estudió (estudia aún) Comunicación Audiovisual y Sara trabaja como cámara. «Me interesa la fotografía y ya estoy trabajando en mi primera película: un corto documental sobre el exilio de mi padre cubano», afirma.
Dice Orr que aspira, persigue y únicamente admite lo que llama «Una mirada horizontal». «Solo tiene sentido el cine para mí si miras de igual a igual a la persona que filmas. Te tienes que colocar en un situación de igualdad y evitar toda voz impostada. Solo se entiende la mirada de Sara porque es la nuestra», concluye.
Lo que queda es una película que rima perfectamente con logros recientes como La mala familia, de Nacho A. Villar y Luis Rojo. Sin victimismos, sin miradas condescendientes, sin paternalismos, una y otra, desde posturas e historias diferentes, anuncian la posibilidad de un cine nuevo, un cine veraz, un prodigio de cine tan real como los propios sueños.