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Narrativa

Andrés Trapiello vuelve al Madrid de los 40: nunca va a ser posible (ni aconsejable) contarlo todo

De los suburbios al hotel Palace, de las fiestas de las embajadas a las chabolas de los asustados, Andrés Trapiello reconstruye en esta maravillosa novela sobre las andanzas de un falsificador el peligroso y despendolado Madrid de 1945

El escritor Andrés Trapiello de paseo por Madrid.
El escritor Andrés Trapiello de paseo por Madrid.Carlos Ruiz
Actualizado

Lo primero que llama la atención al comenzar a leer la nueva novela de Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) es que no va precedida por ningún epígrafe: es algo que, en lo que respecto a las novelas del autor, no sucedía desde La malandanza, de 1996 (y antes sólo había sucedido en la primera, La tinta simpática: ambas merecerían una reedición). Tampoco hay ninguna dedicatoria, y si lo destaco es porque quiero subrayar hasta qué visible punto entra Trapiello directamente en su narración, sin prolegómenos ni distracciones, convencido con razón de que se tiene muchas cosas entre manos que decir.

Me piden que regrese

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Por mi parte, lo importante es esto: creo que ha sido la brillantez de los diarios de Trapiello, y la emoción de sus poemas, y la cada vez más reconocida maestría de sus ensayos, artículos, aforismos, prólogos o tipografías... las que han hecho que, por comparación, sus novelas parecieran descuidadas, algo que hace muchos años mortificaba a su creador y que ahora me parece que más bien le divierte.

Para empezar, si las novelas de Trapiello son contrahechas o desequilibradas lo son como lo fueron las de Cervantes o las de Pío Baroja (quien, por cierto, creo que hace un cameo en el capítulo 17 de Me piden que regrese, paseando a solas por el Retiro): benditos sean los gazapos extremos del primero o los violentos anacolutos del segundo si contribuyeron a reforzar o caracterizar sus obras, e incluso a inyectarles una magia muy particular.

Entre la documentación y la imaginación

Y, por otro lado, es difícil discutir que hay novelas que a Trapiello le han salido regular, pero a condición de que no se olvide que otras son muy divertidas (El buque fantasma), o muy necesarias (Días y noches) o simplemente preciosas (como el díptico formado por Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza y otras suertes). Y creo que ahora Trapiello va asegurando por ahí que esta novela de hoy es la última que publicará, que con esta se acaba su obra narrativa. Lo que sinceramente espero es que con ésta se acaben los malentendidos comentados, porque se trata de una novela definitivamente maravillosa.

Para lograrla y llevarla a buen término, Trapiello ha regresado a un mundo que conoce bien, y sobre el cual nos ha dejado un ensayo que era más bien una investigación exhaustiva, sorprendente y, por definición, inacabada, o cuando menos en marcha (La noche de los Cuatro Caminos). Ese Madrid de 1945 era un lugar muy peligroso, pero también, como cuentan del Berlín de entreguerras, un sitio también un poco despendolado por pura desesperación. Los frívolos y los hambrientos se cruzaban por las calles, los esmóquines se rozaban con los harapos, o por lo menos esa sensación de luto y juerga, de necesidad extrema y de casi derroche, es la que Trapiello ha querido recrear para retratar a unos personajes que, si no reales, son verdaderos, si hablamos de lo importante (y si no veraces, sí verosímiles, si descendemos a lo literario).

De los suburbios al hotel Palace, de las fiestas de las embajadas a las chabolas de los asustados, un supuesto extranjero, de origen dudoso, nombre improvisado y procedencia confusa, va comportándose de modos deliberadamente sospechosos (se sabe vigilado), sobreactuando no para entregarse a la omnipresente Policía sino para, retorcidamente, triunfar. Es lo que tiene ser un gran falsificador, y esa actividad suya, así como los imprevistos o los cambios de planes (esos que se declaran en el primer párrafo de la novela, en la que ya hay una risueña pulla a la primera frase de la por otro lado estupenda Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina), son un caramelo para las intenciones del autor que lo mueve, un Trapiello que también juega al despiste y a las sorpresas pero que, según su muchas veces expuesta teoría del uso de la realidad en la ficción, no falsea la Historia.

Lo suyo es una alianza equilibrada y finalmente magnífica entre la documentación y la imaginación, con tramas y subtramas que pasan por la siniestra Dirección General de Seguridad, por las tertulias de las cafeterías o por reuniones diplomáticas en las que, como recordará el lector de La noche de los Cuatro Caminos, se tratan asuntos que afectan a los intereses e incluso a las instalaciones de la embajada de los Estados Unidos.

Alegría, crudeza e ideología

Aparte de la altísima calidad de esta narración, casi la mejor noticia es que no se trata de una novela ideologizada en absoluto, y sólo en las conversaciones entre los principales personajes se van dejando caer opiniones encontradas sobre la guerra (o antes, sobre 1934, en cuyas algaradas participó el protagonista), sobre Franco ("Un tipo ridículo, alguien que rompe la yema del huevo frito con la punta del cuchillo y se la come chupando la hoja"), sobre la Segunda Guerra Mundial o sobre los comunistas españoles, pero sin maniqueísmos excesivos, observando que a esas alturas en España todo el mundo tenía algo muy serio que reprochar a unos y otros, lo quisieran ver o no.

No es lo mismo escribir una novela alegre, algo imposible o directamente inmoral si se trabaja con estos mimbres, que una novela que contenga alegría, que la reconozca, que la identifique y la celebre. Y en este caso esa vida más despierta y más acuciante viene encarnada en Chito, un mozalbete de doce años que se diría llegado a esta novela, por algún pasadizo secreto, desde alguna otra de Dickens.

Y aunque Trapiello ya va sembrando su novela de prolepsis y avisos de que las cosas, dado el contexto, no van a ser fáciles para ninguno de esos seres por los que estamos ya sintiendo simpatía (como Benjamin Smith y Sol Neville) o cariño (como Chito), lo bueno de leer a escritores como él es la certeza de que no va a haber "sustos baratos" (que decía su maestro Ramón Gaya) o de que, por más que se entregue al realismo, no va a haber más crudeza (que casi siempre disimula crueldad) de la necesaria.

Si es verdad que va a ser la última novela de Trapiello, entonces es un broche glorioso para esta parte de su obra. Pero cruzamos los dedos para que no lo sea.