Las conspiraciones son la justificación de la ignorancia, por muy divertidas que a veces sean. Las posibilidades de encontrar un plan malévolo bien programado y talentoso para dominarnos suelen ser mínimas. Un suspiro estadístico. Los males no los gesta un contubernio en un sótano ni una reunión de villanos de Spectra, sino que nacen de un funcionario torpe, de un general con ínfulas o de un tonto al que un día su madre le dijo que era listo. Tampoco se inflaman con un códice monástico ni con un protocolo de sociedad secreta.
Las tabernas de conspiradores suelen ser centros de reuniones de tipos, con un café cortado, que fingen soñar con derribar a un rey o a una multinacional cuando, en realidad, su objetivo es más bien colar al primo en un ayuntamiento o convencer a un ministro de que compre telefonillos.
Muy pocos elegidos saben de verdad lo que es el poder y cómo funciona. En España sólo lo han logrado en el último medio siglo el president Tarradellas, algún banquero y Pedro Sánchez. El resto de los que presumen de conocerlo no han pasado de favores a vecinos, volquetes de putas y raspas de sardinas. El poder tiene mucho aficionado suelto.
Por eso no hay que hacer caso a quienes creen que su dominio nace de una conspiración. George Soros no maneja los hilos del mundo, los tecnobillonarios yankees son demasiado egoístas para sentarse en comandita a conspirar en un despacho y el Club Bilderberg es un Marina d'Or con visa oro. Incluso el Vaticano ha olvidado cómo conspirar. El arte de la conjura es una mentira: funciona porque creemos que esconde la verdad, pero casi siempre no va más allá del interés por crear un enemigo vaporoso para distraer al personal.
Hay analistas que hablan del plan de Donald Trump, diseñado desde hace tiempo con ayuda de Elon Musk, Peter Thiel y la derecha más loca, con el fin de controlar el poder a su antojo. Un plan para ordeñar el orden internacional, forrarse todavía más y vender un ideario pasado por la Thermomix que, por desgracia, no viene de Edmund Burke, sino de algún telepredicador borracho.
Tiende a creer el ser humano que la riqueza, denominador común de estos líderes, es lo mismo que la inteligencia de Maquiavelo, cuando en realidad el rico surge bien por herencia, por esfuerzo o por una decisión valiente en un contexto concreto. Ser bueno en los negocios no implica entender el poder.
Un notable conocedor del sistema americano me dice: «Creíamos que sí, pero no tienen un plan». Me habla de cómo se ejecutan los recortes perpetrados por Musk y sus becarios. «Sus criterios son ridículos, discrecionales y nada tienen que ver con la productividad». Mientras tanto, Trump juega a la guerra de chulos de urinario con Putin, que sí sabe lo que es el poder, y tira de aranceles para, según los expertos, generar un shock a través de la reducción del gasto público y así lograr un debilitamiento del dólar. Algo que desconcierta a muchos. «Se está cargando la economía y no se da cuenta de que muchos de sus votantes van a ser los primeros en perder el empleo».
Al final va a resultar que los presuntos dueños del mundo no tienen un plan o, peor, fingen tener uno, como los conspiradores.