La segunda temporada de Jackass Trump ha rehabilitado una de las teorías de los politólogos sobre el final de la democracia tal como la conocimos y disfrutamos: estamos ante una crisis de las elites dirigentes. Vamos, que, en general, nos gobiernan unos mentecatos y pazguatos.
No seré yo quien rebata este análisis, ya que sobran pruebas en la Casa Blanca o en La Moncloa, pero también sirve de coartada para los principales responsables de la decadencia actual: los ciudadanos. Con el voto o la indiferencia, somos los que permitimos que Sánchez o Mazón gobiernen. No hay mayores culpables del regreso de Trump que los propios norteamericanos, como los rusos son responsables de su Putin. «Es el pueblo el que, pudiendo escoger entre ser sometido o ser libre, rechaza la libertad y acepta el yugo», escribió Étiene deLa Boétie en 1548. Y ahí seguimos.
Cada vez más ajenos a las obligaciones cívicas y morales del ciudadano, asumimos la degradación de principios democráticos como la presunción de inocencia. Por indiferencia o sectarismo ideológico, la defendemos siempre y cuando el acusado sea de nuestra tribu, así como celebramos o criticamos las sentencias dependiendo del grado de afinidad con el condenado.
Hay millones de norteamericanos que aplauden que Trump vulnere la ley para perjudicar a los demócratas, como hay españoles a quienes les parece bien que Sánchez patrimonialice el Estado contra la derecha. Un patrón de guerra político-cultural que aplicamos también a la libertad de expresión: si el sátiro está en mi galaxia ideológica, defiendo su derecho a decir lo que le dé la gana; pero si se mofa de «mi mundo», reclamo censura y látigo.
Ejemplo de ello es el acoso judicial que sufre la revista Mongolia por parte de organizaciones como Manos Limpias, HazteOir y Abogados Cristianos, después de que, en diciembre de 2022, el ínclito Buxadé (Vox) lanzara una fatua contra su portada, en la que aparecía un belén con el niño Jesús representado por el emoticono de una caca. A pesar de que se hayan archivado hasta tres querellas, la Audiencia de Barcelona ha obligado a reabrir el caso por un delito de «ofensas a los sentimientos religiosos».
La portada en cuestión me parece de mal gusto y con la gracia en el culo, pero basta con no comprarla. En cambio, permitir el matonismo judicial de socavar a base de querellas la libertad de expresión, con argumentos de puro integrismo católico, es estar en el mismo extremo de que quienes justificaron los atentados contra Charlie Hebdo por las caricaturas de Mahoma. Los terroristas, pobres, también se decían «muy ofendidos».