El 27 de mayo de 1997, hace justo un cuarto de siglo, la OTAN y Rusia firmaron un documento histórico, impensable hasta muy poco antes, dando carpetazo 'oficial' a la Guerra Fría la bienvenida a una "nueva era de seguridad y cooperación", no solo para Europa sino para el planeta entero. Lo habían sellado unos días antes, en Moscú, el secretario general de la Alianza, Javier Solana, y el ministro ruso de Exteriores. Yevgueni Primakov, tras meses de durísimas negociaciones.
La casualidad ha querido que aquello ocurriera en la víspera de una gran Cumbre en Madrid junto a buena parte de los miembros del Pacto de Varsovia, igual que ahora estamos en la víspera de una gran cumbre en la capital española en la que se definirá el concepto estratégico para la próxima década. Y que, sin embargo, y por razones obvias, tendrá como plato fuerte todo lo contrario: la apuesta por la defensa colectiva y la contención de Rusia, pues esa era que se abrió en 1997 está muerta y enterrada.
Tras la caída del Muro de Berlín llegaron los años del 'Fin de la Historia', que se vendieron como lo de la superación del miedo, la desconfianza y el riesgo. En julio de 1990, justo después de que la OTAN declarara en Londres que ya no consideraba enemigos a los países del Pacto, el secretario general, el alemán Manfred Wörner, viajó a Moscú para ver a Mijaíl Gorbachov, colocando la primera piedra. "Es una gran victoria para la razón y para la comunidad mundial", dijo al lograr el pacto para el Acta el ministro Primakov. "La razón ha prevalecido", coincidió Solana.
Yeltsin y Clinton, bajo el paraguas de Jacques Chirac, se estrecharon la mano en París augurando "una paz duradera e integradora". No era un papel con amplios poderes jurídicos vinculantes, pero sí una declaración política clave, en la que enemigos históricos se comprometían a empezar a mirarse y tratarse como socios.
El documento, de 24 páginas, ha sido la base de las relaciones durante los últimos cinco lustros, sobre el plano teórico, filosófico, pero también práctico, pues contemplaba la creación de un Consejo permanente OTAN-Rusia, formalizado en 2002, que es donde periódicamente se han reunido los representantes de ambas partes para tratar los temas más delicados. El Consejo quedó tocado en 2008 tras la invasión de Georgia, pero se recuperó. Sin embargo, ahora lleva meses sin convocarse, después de que el Kremlin cortara todos los lazos.
El Acta de 1997 promovía la colaboración contra el terrorismo, por el mantenimiento de la paz (incluso con operaciones conjuntas) hacia el desarme y primaba las relaciones económicas. Y el principal escollo fue, precisamente, la insistencia del Kremlin en intentar poner límites a la ampliación de la Alianza Atlántica. No tanto en miembros sino en sus capacidades. En Bruselas no aceptaban que los futuros integrantes (entonces eran 16 y ahora son 30) fueran de segunda clase. Así que el pacto se logró por la vía 'nuclear', especificando que la OTAN no tenía "ni intención, ni proyecto ni razón" para desplegar armas nucleares o almacenamiento.
Durante una década, a pesar de tensiones como la intervención militar en Kosovo y los bombardeos de Serbia, el nuevo marco funcionó razonablemente bien. Los mejores ejemplos son la presencia de Vladimir Putin en 2008, en Rumanía, para una reunión OTAN-Rusia tras una cumbre de la Alianza. Allí, Estados Unidos no logró convencer a Francia y Alemania, que sensibles a las reclamaciones de Moscú, no querían ninguna promesa precisamente a Ucrania y Georgia sobre su futura adhesión. Meses después, la segunda sería invadida, y, en 2014, se produciría la anexión ilegal de Crimea.
A pesar de todo, las relaciones con Rusia no se rompieron. El Acta seguía funcionando, y en 2011, en Lisboa, cuando la Alianza concretó su concepto estratégico (el que ahora debe ser revisado en Madrid), Dmitri Medvedev, el presidente ruso, estaba también allí. Barack Obama definió a Rusia como "un socio, no un adversario" y el sucesor temporal de Putin celebró la relación: "ahora miramos con optimismo al futuro". Ambas partes acordaron incluso trabajar de la mano en escudos de misiles, ante posibles amenazas de terceras partes.
Todo eso es historia antigua. Fue un milagro que algunos compararon con la fundación de la UE, algo sin precedentes, algo capaz de reconciliar a rivales sistémicos armados hasta los dientes tras medio siglo de Guerra Fría y animadversión, en las que la destrucción total solo se evitó porque estaba mutuamente asegurada.
Desde entonces, ha habido numerosísimas fricciones, pero la tensión actual no tiene parangón, las tropas están en alerta, la OTAN refuerza su flanco oriental y esté intentando tramitan de urgencia la entrada de Suecia y Finlandia. Hay riesgos reales de accidentes, escaladas y choques abiertos. Fue antes de ayer, pero ya nadie recuerda que la colaboración, las buenas palabras, y el sentir y la retórica son de los años setenta y ochenta. Y nadie concibe, a cualquiera de los dos lados, una vuelta a la 'normalidad'.
La guerra en Ucrania no será eterna, pero cuando termine, sea cuando sea, habrá dejado un mapa completamente diferente. El mundo de ayer se ha ido para siempre y en Madrid se intentará plasmar la hoja de ruta de los próximos 10 años, con la sensación, y el temor, de que quizás quede obsoleto en meses. La "prudencia" reivindicada en el Acta Fundacional parece hoy, por desgracia, lo que literalmente fue: un concepto de otro siglo.
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