Uno de los momentos icónicos de la Premier League, la primera división de fútbol inglesa, tuvo lugar en octubre de 1996, cuando el Newcastle de Alan Shearer y David Ginola le metió un 5-0 al poderoso Manchester United. Y en ese partido, una vendetta que jamás olvidará la afición del norte tras haber encajado un humillante 4-0 pocos meses antes, hubo un momento mágico, inesperado, desconcertante, cuando le llegó el balón a Philippe Albert, un veterano defensa belga, en la línea de tres cuartos.
En vez de pasar la pelota, como era de esperar, avanzó amagando. Y cuando todo el mundo esperaba un tiro salvaje a la tribuna, avanzó un poco más y picó la pelota con la izquierda, con una clase descomunal, por encima de un petrificado Peter Schmeichel. Fue sin duda el gol de su vida, del que se habla todavía hoy, el que marcó una carrera y a una ciudad.
Albert, un obrero del fútbol al que una actuación muy sólida en el Mundial de EEUU en 1994 le valió el contrato en la Premier (2,6 millones de libras por el traspaso, récord nacional y sólo porque el entrenador por casualidad lo descubrió mientras hacía de comentarista), lo tenía todo para encajar en Newcastle. Él venía del Charleroi, y todavía vive por allí, en un pueblo perdido, ya jubilado. Una de las ciudades más feas del continente, en decadencia. Y entre la clase trabajadora del norte de Inglaterra, con lluvias, inviernos horribles y construcciones grises, el hijo de un cascado obrero del metal estaba como en casa.
Hoy, Albert es una de las referencias del fútbol local, rostro y cerebro de periódicos y teles. Él, su estilo, no puede ser más belga. Es su Camacho, pero ahorrándose y ahorrándonos el trauma de intentar entrenar. Un buen jugador, un defensa sobrio y pasador, con bigote de la época y momentos de brillantez, un tipo pegado a sus orígenes, genuino, que analiza ante las cámaras con un polo gastado regalo de alguna promoción de supermercado, sudores en el sobaco y ninguna pretensión. Que no entiende lo que pasa ni lo oculta.
En 2001, poco después de terminar su carrera en el Fulham (siguiendo a su adorado Kevin Keegan) y de nuevo en el Charleroi, empezó a trabajar en una empresa hortofrutícola de un amigo, donde permanecería hasta 2012 preparando pedidos. Madrugando, sudando, sin tocar un céntimo de lo ganado en el césped y comiendo muchas espinacas. Un día la televisión le llamó y respondió como es él, con sencillez, ideas y conceptos muy elementales, con más garra que profundidad técnica. Es genuino, es básico, y lo adoran.
Hoy, se entretiene cuidando los caballos y preparando los establos para el negocio ecuestre de su esposa y raja de la Selección o los playoffs de la Liga. Parece feliz, pleno, realizado. No puede aspirar a mucho más en la vida y eso se nota, se transmite: "Siempre he tenido mucha suerte", dice en cada entrevista personal. En el Mundial de 2018, también al estilo Camacho, se le escapó un "Je l'ai dit, bordel", algo así como un "Os lo dije, carajo", en una remontada legendaria de los Diablos Rojos. El grito, del comentarista, del ex jugador, del belga acostumbrado a nunca ganar pero que jamás dejó de soñar desde la resignación, se viralizó inmediatamente. Hay pintadas, camisetas, chistes, porque es el símbolo de una era que no existe, del odio eterno al fútbol moderno de tupés y millones.