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Entre la detención de Souheil Hamaoui y la de Mohamed Wahib transcurrieron casi dos décadas. Ambos frecuentaron las mismas cárceles. Nombres que despertaban pavor: la Sección Palestina, Sednaya, Mezzeh, Adra...
Wahib, sin embargo, descubrió que las técnicas de tortura de los uniformados sirios se habían sofisticado con el paso del tiempo. Ya no aplicaban sólo las golpizas habituales con aquellos tubos de plástico apodados Akhdar Ibrahim -un guiño irónico al color verde (akhdar en árabe) de los canutos y el nombre del antiguo enviado especial de la ONU para Siria, Lakhdar Ibrahim-, les hacían sufrir descargas eléctricas, o les sometían a la "rueda" (palizas contra los reos cuyas piernas y brazos eran inmovilizados dentro de un neumático).
"En la Sección Palestina lo peor eran los interrogatorios bajo la vela. Colocaban un hornillo encendido sobre un ladrillo y te hacían sentar en una silla con un agujero en el fondo. El calor se aplicaba justo a centímetros de los testículos", asevera en su domicilio de Akkar. El libanés, de 32 años, pasó tres de ellos en las mazmorras sirias. Su conciudadano Hamaoui cuenta su atribulada experiencia por décadas. "Durante casi medio siglo, todo el Líbano fue prisionero del régimen sirio", rememora Ali Abu Dahen, de 75 años, director de la Asociación de Ex Prisioneros Políticos Libaneses en Siria.
Souheil y Mohamed recuperaron la libertad el pasado 8 de diciembre, con el colapso del régimen de Bashar Asad, en lo que constituye una metáfora que se podría aplicar a todo el Líbano, un país que durante 48 años tuvo que lidiar con la tutela directa o indirecta de Damasco.
La tutela siria
La intervención de Siria en la política interna de esta nación comenzó con la invasión de 1976, y no concluyó tras la retirada de su ejército en 2005, ya que siempre mantuvo una influencia determinante a través de sus aliados locales, entre los que se contaba el grupo paramilitar chií Hizbulá.
Los libaneses no han olvidado el largo periodo en el que personajes como los generales Ghazi Kanaan o Rustom Ghazali ejercían como auténticos virreyes sirios instalados en su cuartel general de Anjar, en el Valle de la Bekaa, o en el temido Hotel Beau Rivage, sede de la inteligencia militar de ese país en Beirut. En el punto más álgido de su poder, Damasco llegó a tener hasta 30.000 soldados desplegados en el territorio libanés.
Los dirigentes locales, intelectuales o simples ciudades cuya muerte se achaca a las órdenes dictadas por Damasco en todos estos años ocupan un listado interminable. Consciente del momento histórico, el líder druso Walid Jumblat se apresuró a visitar al nuevo hombre fuerte de Siria, Ahmad al-Sharaa, en la capital vecina, en una cita en la que el jefe islamista rindió homenaje a la memoria del padre de Jumblat, Kamal, asesinado por orden de Hafez Asad en 1977.
"Jumblat pagó un alto precio por la injusticia del régimen, comenzado con el martirio de Kamal Jumblat", reconoció Sharaa, que en el mismo encuentro acusó al clan Asad de los homicidios del ex presidente Bachir Gemayel en 1982 y el primer ministro Rafic Hariri en 2005.
El sofisticado sistema de seguridad que diseñó el clan Asad -primero bajo el liderazgo de Hafez Asad y después con su sucesor, Bashar- extendió sus tentáculos a toda la geografía libanesa. A Souheil Hamoui, por ejemplo, le detuvieron en su propio domicilio de Chekka, en el norte del país.
Un grupo de agentes sirio tocó la puerta de su casa en 1992 y cuando abrió, sin decirle nada, se lo llevaron a rastras, directamente a Siria. Su hijo, George, tenía entonces 10 meses. Ahora es padre de dos criaturas de siete y tres años. "Me fui con 28 años y he vuelto siendo abuelo", agrega el libanés, que pasó 32 años encerrado.
Tan sólo después de cumplir 20 años de cárcel, cinco de ellos en aislamiento, Hamoui se enteró de que mucho antes había sido condenado a prisión perpetua por ser militante de las Fuerzas Libanesas, una facción que se enfrentó a los militares de Damasco. "En la cárcel no tenías ni nombre, sólo eras un número. En Sednaya yo era el número 55", agrega.
Tanto Hamoui como Mohamed Wahib exhiben multitud de cicatrices. Recuerdo de los brutales tormentos que padecieron. "La tortura se respiraba a diario. Nunca imaginé que saldría vivo de allí", indica el primero.
En el caso de Wahib, los sirios le tendieron una "trampa". O así lo define. Necesitaba completar unos documentos de su esposa, de nacionalidad siria, y en la embajada de Beirut le dijeron que tenía que viajar a Damasco. Le recomendaron incluso un "taxista". "Al llegar a Damasco, ocho personas salieron de varios vehículos y me detuvieron. Me estaban esperando", cuenta. Las fuerzas de seguridad sirias querían indagar sobre su suegro, natural de Hama, una localidad siria que protagonizó varias revueltas contra la dictadura y sufrió una devastadora represión.
Wahib se familiarizó con la ferocidad del sistema represivo instaurado por el régimen. Nada más entrar en la Sección Palestina -donde pasó 137 días- le arrancaron una de las uñas del pie. Todavía tiene la marca. Poco después, hicieron lo mismo con una de las muelas. "Sin anestesia", se apresura a comentar.
Allí ocupaba una celda de unos 40 metros cuadrados junto a 120 personas. Tenían que dormir de costado y a veces con alguien más encima. "También hacíamos turnos. Unos acostados y otros de pie, con una pierna doblada para permitir que durmiesen los otros", relata mientras se pega al muro y reproduce la posición.
"Cada día moría al menos una persona"
Según dice, "cada día moría al menos una persona" a causa de las torturas o la carestía que sufrían. "Tenías que dormir con los muertos porque sólo recogían los cadáveres los lunes y jueves". Cuando le capturaron pesaba 92 kilos. Llegó a perder 45.
Aprovechando el caos generado por la huida de Bashar Asad, Hamoui escapó de la cárcel de Latakia, donde pasó los nueve últimos años de su calvario. Mohamed Wahib, de la de Adra, junto a miles de reos. Tuvieron suerte: asociaciones como la que dirige el referido Ali Abu Dahen estiman que más de 700 libaneses "desaparecieron" en las mazmorras sirias desde 1976 hasta que se hundió el régimen. "Sólo tenemos constancia de la liberación de nueve de ellos", indica Abu Daneh, que también pasó 13 años en las prisiones sirias y sólo recuperó la libertad gracias a la amnistía que se decretó a la muerte de Hafez Asad, en el año 2000. "Estamos asistiendo a nuestra segunda independencia", opina Abu Daneh.
La reciente elección del nuevo presidente libanés, el ex jefe del ejército Joseph Aun, se inscribe también en el profundo impacto que ha tenido el giro político en Siria, que combinado con el duro varapalo sufrido por Hizbulá en su enfrentamiento con Israel, ha socavado la influencia del movimiento armado libanés, que tuvo que aceptar al candidato apoyado por EEUU y Arabia Saudí.
La desaparición de Bashar Asad ha permitido que el ejército local recupere el control de varias bases de facciones palestinas apoyadas por Damasco como el Frente Popular para la Liberación de Palestina-Comando General (PFLP-GC) y Fatah Intifada en el Valle de la Bekaa y Naame, al sur de Beirut.
Los residentes de Qosaya -una aldea cristiana ubicada justo en la linde fronteriza con Siria, en la Bekaa- recibieron a las tropas locales con la banda del pueblo desplegada a lo largo de la ruta, mujeres que lanzaban arroz a los vehículos blindados y chavales que hacían explotar fuegos artificiales. "Era para demostrar nuestra alegría", explica el alguacil del villorrio de 1.500 habitantes, Tano Abdo, de 63 años, mientras muestra un vídeo que recoge la escena referida.
Las instalaciones de Qosaya eran otro legado del pasado, que en el Líbano ha permanecido congelado durante décadas. El acceso a las colinas, donde los paramilitares horadaron numerosos túneles, estaba custodiado por dos casamatas, una de ellas adornada con un mapa del antiguo mandato británico pintado con los tres colores de la insignia palestina. La huida de los combatientes dejó los edificios alfombrados con mantas y ropa. El mismo aspecto destartalado e insignificante que se aprecia en el acuartelamiento de Sultan Yacoub, a pocos kilómetros del primero.
El PFLP-GC liderado por Ahmed Jibril llegó a tener varios cientos de milicianos acantonados en Qosaya -"los usó para atacar a las fuerzas de la oposición en el campo de refugiados palestino de Yarmuk (en Damasco)", asevera Tano Abdo- y sólo unas pocas decenas en Sultan Yacub.
Nadie vio partir a los irregulares palestinos, pero el 21 de diciembre ambas facciones anunciaron que entregaban esos enclaves a las fuerzas armadas libanesas, que se las encontraron vacías aunque repletas de explosivos y viejas armas. "Todavía se siguen escuchando las detonaciones de las explosiones controladas que está organizando el ejército", apunta Abdo.
Qosaya, Sultan Yacub o Halwa aluden a una era en la que esta región era una especie de territorio al margen de toda ley que no fuera la que imponían las diversas facciones armadas que proliferaban por la zona bajo la tutela general de Damasco. A pocos kilómetros se divisan las cumbres nevadas de Jabal Sheikh, la montaña más alta de Siria, que permanece parcialmente ocupada por Israel desde 1967 y donde ahora han extendido su control aprovechando la desaparición de Assad.
Ibrahim Hanyura, otro residente del entorno, afirma que en esos años las diversas posiciones controladas primero por el movimiento de Yasir Arafat y después por las facciones que se sublevaron contra su liderazgo fueron una especie de "universidad" para una legión de combatientes extranjeros, incluidas las huestes del PKK kurdo de Abdula Ocalan, que durante muchos años tuvo su cuartel general en esta zona. Halwa, que permanecía bajo la tutela de Fatah Intifada, fue durante años la sede de la llamada "Academia Mahsun Korkmaz", donde se adiestraron miles de miembros del PKK.
Ahora, la demarcación limítrofe con la linde siria está salpicada de posiciones del ejército libanés, que pese a su precario equipamiento señalan en cierta manera el retorno de todo este espacio a la soberanía del país árabe.
"Los sirios eran el poder real en todo el Líbano. Aquí arrestaban a quienes querían. Me acuerdo de un vecino, Issam Qaaede. Lo detuvieron en los 80 y nunca más volvió a aparecer. Seguro que lo asesinaron", indica Abdo.
"Estamos felices porque quizás éste sea realmente el momento en el que todas las milicias desaparezcan", sentencia el alguacil de Sultan Yacub, Omar Said.
Obsesionado con la oposición de los grupos islamistas, la dictadura siria proyectó esta inquietud al Líbano y por ello se desempeñó con especial brutalidad en la ciudad norteña de Trípoli, una villa vinculada por toda una maraña de lazos históricos y económicos con el país vecino, conocida por ser en el pasado un reducto de grupos fundamentalistas.
Las tropas de Damasco y varias milicias aliadas se enfrentaron allí durante los años 80 a los milicianos del Movimiento Islámico Unificado (Tawheed), aliados de los palestinos de Yasir Arafat, hasta aplastar la resistencia de ambos. El último choque entre los uniformados de Damasco y los extremistas de Tawheed concluyó con una brutal masacre en diciembre de 1986, en la que asesinaron a cientos de residentes del suburbio de Tabbaneh, sin distinguir entre combatientes o civiles.
"Cada vez que llegaba a una cárcel y veían en mi DNI que soy de Trípoli, empezaban a pegarme", menciona Mohamed Wahib.
La sombra de Damasco se extendió sobre la apodada 'nación del Cedro' mucho más allá del final de la guerra civil o de la propia retirada del ejército sirio en 2005. Los restos del coche bomba colocado junto a la mezquita de Al Taqwa forman parte de esa triste memoria. El atentado del 2013 costó la vida a más de 40 personas y fue el más sangriento que se registraba en Líbano desde el final de la guerra civil. El predicador de al Taqwa, el jeque Salem Rifai, era entonces uno de los religiosos más significados en el apoyo a los grupos opositores a Bashar Asad.
La investigación oficial señaló a dos agentes del servicio secreto sirio y a los jefes de la milicia de la comunidad alauí de Trípoli como responsables del atroz ataque.
La mutación política a la que está asistiendo el país se refleja en la iconografía que se observa en las rutas del norte -donde se pueden ver fotos del sirio Ahmad Al Sharaa o banderas de los opositores de esa nación- y también en la que ha desaparecido del principal enclave alauí de Trípoli, el barrio de Jabal Mohsen, donde residen decenas de miles de miembros de esta comunidad.
La última vez que el periodista visitó ese lugar, hace más de una década, los muros de sus calles estaban repletos de retratos de Bashar Asad, vigilados por los paramilitares afines a Damasco. Ahora ya no queda casi ninguno.
El discurso que se escucha entre los integrantes de esa comunidad y también entre sus adversarios, es radicalmente distinto. El citado Rifai grabó un vídeo nada más caer el régimen en el que se dirigía a "nuestros hermanos alauíes" -el, que los había calificado de "infieles"- y les pedía que no "vincularan su suerte a los Asad".
Cuando la Policía libanesa exigió la entrega de los jefes de la milicia alauí vinculados a la explosión de 2013, el Consejo Islámico Alauí de Jabal Mohsen, la principal referencia religiosa de esa fe, rechazó tal requerimiento y dijo que nadie se atrevería arrestar a los conocidos jerarcas locales en lo que se entendió como un desafío explícito al estado libanés.
Ahora, sentado en un despacho de Jabal al Mohsen, el director de la oficina de ese mismo Consejo Islámico Alauí, Ahmad Assi, proclama el "patriotismo" de los seguidores de su religión. "Siempre hemos sido leales a cada país donde vivimos. En Siria fuimos leales al Estado, no a Bashar. Aquí, al Estado libanés. Somos una comunidad que practica un Islam liberal y siempre hemos sido víctimas de las divisiones generadas por Occidente", concluye.