En 2016, Trump llegó a la platea mundial como el Sombrerero Loco de Alicia: haciendo añicos la cubertería diplomática e imponiendo a sus socios un disparatado juego de la silla. Un mes después de regresar al poder, el magnate ha vuelto a instaurar un país global de las maravillas, pero esta vez en el papel de Reina de Corazones. Si Trump I se abría paso a codazos para posar en las fotos de la familia atlántica, Trump II se ha lanzado a cortar las cabezas de aquellos parientes que ya no tienen vela en el entierro del orden mundial. Entre ellos Zelenski, al que ha degradado de comandante en jefe a soldado raso obligado a tragar el rancho que le preparen los dos cocineros de la paz en Ucrania: EEUU y Rusia.
El líder ucraniano ha dicho de antemano que no a esa paz cortada por un patrón enemigo, y de paso se ha negado a pagar la cuenta de Washington, que pretende cobrarse tres años de ayuda militar embolsándose la mitad de tierras raras (la piedra roseta de la nueva industria tecnológica) en suelo ucraniano. El Telegraph calcula que la factura equivale a un mordisco en el PIB de Kiev mayor que las reparaciones de guerra impuestas a los alemanes en el Tratado de Versalles tras la Primera Guerra Mundial.
En ese mundo cabeza abajo hay piezas que sin embargo están cayendo en antiguos huecos. Ninguna de manera más irónica que el Reino Unido, cuyo premier, el laborista Keir Starmer, arengaba hace poco en Bruselas contra «la fragmentación» europea como si su país no la hubiera capitaneado en 2016 pidiendo el Brexit. Starmer acudió el lunes a la cumbre de emergencia que Macron convocó para conjurar el ninguneo a Europa del mismo aliado que la rescató del Tercer Reich. Allí ofreció no sólo apoyo político; también tropas de paz para Ucrania.
Parece que las fisuras del puente transatlántico están cimentando la construcción de otro en el Canal de la Mancha. Un revival del espíritu de Dunkerque. No ya el de la retirada más épica de la historia, protagonizada por aquella «armada mosquito» de Churchill que en 1940 evacuó a 338.000 soldados rodeados de nazis en el puerto francés. Sino el que empujó a Londres en 1947 -dos años después de la Conferencia de Yalta que diseñó el nuevo orden tras las II Guerra Mundial- a firmar con París en esa misma localidad un acuerdo de asistencia mutua contra el peligro soviético y la amenaza de rearme alemán. El pacto se extendió al año siguiente al Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) con la firma del Tratado de Bruselas, que alumbró la Unión Occidental. El germen de una Europa de la Defensa largamente congelada que ha dejado de ser una hipótesis para convertirse en una urgencia.