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Planos secuencia

La infección ha llegado hasta tal punto que lo raro es que alguien haya visto 'Adolescencia' siendo consciente de que es una delirante ficción

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(El falangista) El Gobierno distribuyó este jueves unas filminas patrióticas que mandó preparar ante la inminencia de la llamada guerra comercial contra Estados Unidos. Se abre con un difuminado de hombre y una nítida cara de mujer y sigue la espalda de un trabajador manual, mientras suena Asturias, de Albéniz. Planeando sobre un campo de girasoles, una voz nodosa anuncia: «Esto es España. Un gran país», que era la cantinela preferida de Mariano Rajoy. Inmediatamente el locutor contratado suelta la primera irrisoria falsedad: «El motor económico de la Unión Europea». Siguen unas imágenes de lo que en el régimen de Franco se llamaban «productores» para no llamarlos «obreros». Y las remata el ser de España: «Una manera muy especial de hacer las cosas». Las dulces imágenes de la producción y el comercio se endurecen de pronto, y sobre un fondo de chorizos colgados, el rostro firme de un joven advierte: «Lo que no vamos a vender nunca son nuestros valores ni nuestros principios». Una niña tipo con morritos lo revalida: «Nuestros valores no están en venta. Nuestros productos, sí». Sobre los productos hay una cierta idea: jamón, chorizo, pipas de girasol, aceite de oliva, vino y viento. Pero sobre los valores la oscuridad es total, dado el que filma. Mientras la guitarra de Albéniz arrecia, se imprime la instrucción: «Compra lo tuyo, defiende lo nuestro». Una frase cuya aberración está plenamente justificada. En plenas celebraciones de la muerte de Franco, la reivindicación de la autarquía solo puede hacerse en modo oscuro.

«Compra lo tuyo, defiende lo nuestro» es una inmensa collonada que no entiende ni el que la parió. Pero a mí su aire recio (arrecian, aberración, recio, y aún me falta racial) me ha llevado en volandas hasta mediados de diciembre de 1946, cuando una resolución de la Asamblea General de la Onu recomendó a los países miembros la retirada de sus embajadores en Madrid. Los españoles reaccionaron como un solo hombre (aún no había mujeres) y llenaron las calles de dignidad y autarquía. En las de Barcelona destacó especialmente la afluencia, que se debió a que una parte de las octavillas convocantes estaban redactadas en la bella lengua catalana. En Sevilla la ebria bestia queipollana protagonizó este párrafo de la crónica de La Vanguardia: «El general Queipo de Llano pronunció unas vibrantes frases, afirmando que España, si fuera preciso, llegaría al aniquilamiento completo, pues seríamos capaces, antes de sucumbir, de hacer desaparecer de esta vida, por el bien de la Patria, a nuestras propias mujeres y nuestros propios hijos». Sic. Y, en Madrid, rompeolas, se desplegó la pancarta que ha dejado memoria más honda en el archivo unicelular del cerebro patrio: «Si ellos tienen Onu, nosotros tenemos Dos».

Pasando las páginas de los viejos periódicos he visto nítidamente al falangista Pedro Sánchez, tal como es: alto, esbelto, de cara grabada y no solo con la marca del oportunismo. Y diciéndose a sí mismo: Pedro, con pan o sin pan, siempre a tus órdenes. Y rematando: «Lo que no vamos a vender nunca son nuestros valores y nuestros principios». La palabra clave es azul mahón: «Este Gobierno está presente». Qué letargia.

Como de costumbre, el presidente Sánchez llama a participar en cualquier guerra en la que no haya que disparar un solo tiro. Ya lo hizo en pandemia, burdo comandante en jefe contra el virus. Dispone que los españoles gasten su dinero en remediar la penuria de los españoles, con el truco de hacer ver que lo saca de su bolsillo. No le importa llamar guerra —como tantos otros disfémicos— a lo que debería llamar negociación. Y las razones son las mismas por las que se niega a usar rearme. Su boquita de piñón. Ni un solo tiro.

El dislocado paisaje español se cierra con la actitud de Vox. En vez de estar grabando vídeos a caballo de Santiago pide que se negocie con América. Y tiene razón.

(Un niño) Cuando acabé de ver Adolescencia me acordé de Luisgé Martín. Vaya, este Jack Thorne, otro que se ocupa del asesino e ignora a las víctimas. Y ojo con que nadie me diga que El odio es faction y Adolescencia fiction: Aristóteles lo dijo, entiéndelo mejor, no hay verdad más alta —y por tanto más altamente sujeta a responsabilidad— que la verdad poética. A Thorne lo entrevistaron este marzo en el Guardian. Dijo esto: «Jamie no es un simple producto de lamanosfera. Es producto de unos padres que no lo vieron, de una escuela que no se preocupó y de un cerebro que no lo detuvo. Pon a 3.000 niños en la misma situación y no harían lo que él hizo». Aunque hay una retorcida relación entre lo que designa y los designados (machos cabríos, incels, solterones, etcétera) manosfera no viene de mano, sino de man [hombre]. De modo que en español es mejor llamarla machosfera. El niño Jamie, de 13 años, frecuentaba ese suburbio digitalmente misógino. Y apuñaló a una niña hasta la muerte.

El creador de la serie señala a los responsables. Machosfera, papás, escuela y… genes. Y luego dice que tres mil niños en la misma situación no harían lo que él hizo. No sé bien qué quiere decir con «la misma situación». Pero en el mismo instante molecular del mundo por supuesto que cualquiera haría lo que él hizo. Sin embargo, es probable que Thorne se refiera, simplemente, a la frecuentación de la machosfera. Tres mil Jamies metidos ahí no matarían a nadie, dice. Pero ni tres mil ni treinta mil ni trescientos mil, ni tres ni treinta millones. El que un niño de 13 años asesine a alguien es un suceso extremadamente raro. Y no he sido capaz de encontrar a alguien de su edad que haya asesinado a nadie por la influencia, aun supuesta, de las redes. Un crimen relativamente similar ocurrió en Waukesha, Wisconsin, cuando Payton Leutner, de 12 años, fue apuñalada 19 veces. Pero la masculinidad tóxica fue ahí un móvil improbable: la apuñalaron dos niñas de 12 años, que querían apaciguar a un personaje ficticio llamado Slender Man, para demostrar así que era real.

La elección de la edad del protagonista es muy importante en Adolescencia. Jamie no tiene la de Jon y Robert, que tenían 10 años cuando asesinaron a un niño de dos, James Bulger, y que ni siquiera tenían una idea clara de lo que era la muerte. Un asesino de 13 años sobrecoge porque el espectador ve a un niño. Pero el que la serie se llame abusivamente Adolescencia (aunque la Oms diga que la adolescencia va de los 10 a los 19) es un intento de ampliar la frecuencia estadística y limitar de salida la extremadísima rareza del argumento creado. Adolescencia no puede llevar el cartelito de «Basado en hechos reales», y así el alma se serena. Pero la infección ha llegado hasta tal punto que lo raro es que alguien la haya visto siendo consciente de que es una delirante ficción.

La serie está completamente filmada en planos secuencia. En algunos episodios, como en el penúltimo, el método funciona. En otros, como en el segundo, la ortopedia resulta más artificiosa y fatigante que la del elemental plano contraplano. Los actores son superlativos, empezando por el niño, de calidad aún más rara que el caso que encarna. Thorne trata de mantener un equilibrio epistemológico al aventurar las razones por las que Jamie asesinó a la niña: la masculinidad tóxica (que no excluye totalmente al padre y sus desesperados ramalazos violentos) de las redes, la familia, la escuela y el cerebro. A lo largo de los cuatro capítulos todo fluye equilibradamente. La madre, cuando ya acecha la responsabilidad paterna en los hechos, dice con serenidad: «A su hermana la criamos igual». Y su hermana es una adolescente, esta sí, como un trozo de pan de masa madre. Pero llegan los tres minutos finales y la inmensa cabronada del cine se desata. Suena Through the Eyes of a Child en la voz infantil de Aurora. Y el pobre padre entra en la habitación del hijo, y llora como si lo estuvieran filmando, y acuna un peluche y proclama: «Perdóname, hijo. Debí haberlo hecho mejor».

Qué salvajada.

(Ganado el 5 de abril a las 15:51, sumando y comprobando que cinco años después del inicio de la pandemia, tras haber cambiado de época y aun de era, y sabiendo desde entonces que el mundo no iba a ser ya como antes, cinco años después, digo, volvemos a cambiar de época, de era y de mundo, aunque se comprende, claro, porque los periódicos salen ahora cada cinco minutos y da tiempo)