CRÓNICA
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La locura médica y sádica de Francisco Macías, el 'monstruo español' que se escapaba a la López Ibor perseguido por la Policía

Antonio Caño, corresponsal en Guinea Ecuatorial durante la detención, juicio y ejecución de Francisco Macías Nguema, conoce como nadie al sátrapa africano, ferviente admirador de Franco e hijo de un brujo fang del clan de los Esangui. Desequilibrado y paranoico, su expediente médico explica sus comportamientos extremadamente crueles

Francisco Macías saluda a Francisco Franco, durante uno de sus viajes a Madrid.
Francisco Macías saluda a Francisco Franco, durante uno de sus viajes a Madrid.FILMOTECA NACIONAL
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Solo una mente enferma puede explicar cierto proceder en algunas ocasiones. Todos los dictadores están locos, en el sentido popular del término. Ningún ser humano que responda a la pauta que damos por normal puede ordenar a otro hundir un clavo en la sien de su enemigo y seguir con su almuerzo sobre el mantel de hilo francés. Cuando Teonesto, sin duda mi mejor fuente sobre Francisco Macías, me contaba alguna de las escenas familiares en la sala de estar de su casa o en el campo, durante el fin de semana, me resultaba imposible reconocer, en aquel individuo que quizá sentaba alguna vez a mi alumno sobre sus piernas para contarle un cuento o una anécdota de su niñez, a la bestia que acudía en persona a la prisión para comprobar que sus órdenes macabras habían sido cabalmente ejecutadas y que su rival, en efecto, yacía sobre un río de sangre.

Puede haber dudas de si Macías fue siempre un loco o lo volvió loco el uso arbitrario del poder, algo que sucede más de lo que imaginamos, y no solo entre tiranos de países primitivos y remotos. Pero lo que es evidente por lo que conocemos de él es que estamos ante un auténtico desequilibrado, un paranoico que sospechaba de todos, que sintió la necesidad de eliminar a todos y cada uno de sus rivales por miedo a que acabaran con él, que fue reduciendo el círculo de confianza hasta el límite de su familia más cercana, su mujer y sus hijos, y que acabó solo, rumiando su odio, rodeado de muros y alambres de espino, encerrado en su palacio, convertido en su propia prisión.

Muchos de sus contemporáneos han hecho esfuerzos para penetrar en su personalidad, buscando ángulos positivos o explicaciones que sean capaces de justificar una conducta tan dañina.

Se le reconocen dotes de mando, firmeza, energía para movilizar a su pueblo; carisma, si queremos traducirlo a un lenguaje político más reciente. Puedo admitir que nos faltan, como mentes occidentales que somos, recursos culturales que pueden ser inherentes al lugar de procedencia, y que eso nos puede hacer difícil apreciar cualidades que no son comunes o necesarias en nuestro propio entorno. Quiero decir que, en efecto, lo que sirve en Europa no necesariamente tiene que ser válido en África y viceversa. Pero tampoco es aceptable disfrazar de cultura nativa la negación o el incumplimiento reiterado de lo que tiene que ser exigible a cualquier ser humano: el respeto a la vida y la libertad de los demás. Algunas de las virtudes que se mencionan de Macías, se le achacaban también a Idi Amin, otro maestro en el arte del exterminio de oponentes.

Pura bazofia argumental: durante años han pasado por productos indígenas y antioccidentales quienes solo eran déspotas y salvajes.

En el caso de Macías, su brutalidad no está justificada por su locura, pero sí pueden hallarse algunas explicaciones a su conducta en su ficha médica. En el caso de que esta fuera conocida, por supuesto, porque lo cierto es que, aunque se sabe que fue sometido a tratamiento psiquiátrico, jamás se ha desvelado cuál era en realidad su enfermedad. Tampoco él llegó a contar nunca a nadie de qué exactamente se estaba tratando.

Durante los días que pasó en Madrid como miembro de la delegación guineana en la Conferencia Constitucional desaparecía de vez en cuando con cualquier excusa creíble para asistir a la consulta del doctor López Ibor, entonces el más reputado psiquiatra de España. Macías era permanentemente seguido por la policía cada vez que visitaba nuestro país. Existe, por tanto, constancia documental sobre esas visitas, al menos tres a lo largo de 1967.

No fue el único médico al que consultó. Seguro que por consejo del embajador español en la ONU, Jaime de Piniés, se hizo examinar al menos en un par de ocasiones por su hermano, el doctor Félix de Piniés, que trabajaba entonces en una clínica psiquiátrica en Nueva York. Tampoco de allí se obtuvo información sobre el tratamiento aconsejado. Lo que cuentan sus acompañantes y colaboradores en diferentes etapas de su vida es que sufría frecuentes dolores de cabeza, tan fuertes que en ocasiones le hacían perder el sentido. El suplicio se le prolongaba durante horas y era de tal grado que algunos a su alrededor lo creían ver a veces a punto de quitarse la vida. Él mismo estaba convencido de que sufría un cáncer cerebral, pero debía de estar equivocado porque nunca se le desarrolló esa enfermedad.

En todo caso, era frágil de salud. En la infancia había padecido una tuberculosis que estuvo cerca de impedirle llegar a la vida adulta. Eso le dejó secuelas respiratorias que se le sumaron a sus malas digestiones y su continuo malestar estomacal.

Puesto que daba por seguro que los dioses no le enviarían ningún mal, los reproches y sospechas por sus problemas físicos tenían destinos puramente terrenales. Todo ello agudizó su desconfianza con quienes estaban a su servicio y lo obligó a permanecer alerta ante un posible intento de envenenamiento o cualquier adulteración de los alimentos y las medicinas que tomaba.

Estaba obsesionado con la idea de que, de una u otra forma, todos querían matarlo. Tal era el miedo que tenía a la enfermedad, recuerda Agustín Nze, que en una ocasión sancionó con la pérdida de tres meses de salario a uno de sus ministros por haberle enviado un escrito manchado por error con la tinta del papel carbón que se usaba para hacer copias en la máquina de escribir. La falta fue descrita como «intento de contaminación de la salud del jefe del Estado». No se conoce el castigo, pero probablemente fue mayor para el delegado del Gobierno que se atrevió a toser a su lado y al que se acusó de «intento de pasar microbios al jefe de Estado». Es fácil imaginar la angustia del funcionario que tenía que encontrar los cargos apropiados para los hechos punibles que le describía el presidente. Y más aún, el pavor de quienes desempeñaban su actividad cerca de él, siempre al albur de un destino incierto.

Sus ataques de rabia coincidían en ocasiones con episodios de quebranto de su salud y los hacían doblemente peligrosos.

Todo el mundo sabía que había que quitarse de enmedio cuando estallaba uno de esos arrebatos porque era capaz de cualquier cosa. En ese estado apareció más de una vez en la cárcel de Bata para ultimar a una víctima con su propia pistola, sin que nadie, desde Mónica al carcelero, osara cruzarse en su camino o recomendarle recuperar la compostura. Fuera cual fuera su demencia, se traducía de forma habitual en la persecución obcecada de un grupo concreto. Si antes habían sido los españoles, en el arranque de 1971 serían los portugueses y así sucesivamente los nigerianos, los religiosos o los estudiantes.

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Este texto es un extracto de 'El monstruo español. Francisco Macías y el fin de la aventura colonial en Guinea' (La Esfera de los Libros), el nuevo libro del periodista Antonio Caño, a la venta desde el 26 de febrero. Puedes comprarlo aquí