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Si Cómo cazar a un monstruopretendiese ser periodismo, sería una serie muy antipática. Pero los tres episodios del streamer y podcaster Carles Tamayo no son periodismo, aunque él se identifique como periodista. Lo que sí es Tamayo es un fantástico narrador. Uno que encontró una historia increíble y no la dejó escapar. Contactado por el pederasta Lluís Gros Martí para contar su vida (si flipan ahora, ya verán cuando lo vean), Carles decide hacer exactamente eso. También quiere que Gros entre finalmente en la cárcel.
La historia que Gros quiere que Tamayo cuente es la de su amor al cine (¿perdón?). La que cuenta Tamayo en su serie es la del delirante limbo legal-judicial-conceptual en el que vive Gros, que aparentemente circula sin restricciones pese a que sobre él pesa una larga condena de prisión por abusos sexuales a menores. Algunos de ellos, denunciantes y no denunciantes, son contactados a su vez por Tamayo para que cuenten su historia ante las cámaras.
En un giro de guión tan sospechoso como efectivo, uno aparece casualmente mientras el no-periodista y el sí-pederasta comen en un restaurante. La escena es escalofriante. Y surrealista. Por momentos, el pederasta se convierte en la presa de una posible trampa de muy mal gusto. Pero es un pederasta. Y quién le pone contra las cuerdas es una de sus víctimas. Moralmente es atroz o perfecto, según se mire. Periodísticamente no valdría; televisivamente es oro. No sorprende que como productor de Cómo cazar a un monstruo figure el inquieto Ramón Campos, el hombre detrás de El caso Asunta y Fariña, entre otros abordajes de la España más negra... y más cercana.
En la serie, disponible en Prime Video, tardamos en escuchar a Carles Tamayo definirse, muy arriesgadamente, como periodista. Lo que sí vemos mucho antes es cómo le hace firmar un documento de cesión de derechos de imagen a un Lluís Gros que, inmerso en su propia fantasía, aparentemente ignora lo que Tamayo (conocido por sus astutos reportajes de denuncia y escarnio público) pretende hacer con él.
Es alucinante ver la desfachatez con la que Gros deriva, esquiva, e incluso ignora las acusaciones de pederastia... y lo que le cuesta rechazarlas. O quizá Tamayo nos escatima esa parte del vergonzoso discurso de un tipo que bien podría haberlo atacado a él mismo. Gros contacta a Tamayo porque conoce su trabajo. Pero, si conoce su trabajo, ¿por qué lo contacta? Más aún habiéndolo tratado muchos años antes cuando Tamayo era sólo un chavalillo. La madre de éste asegura haber sido consciente de lo que se decía de Lluís en el pueblo en el que dirigía un cine que Tamayo, su hijo (repetimos: su hijo), frecuentaba de adolescente. Gros usaba aquel negocio para sus encuentros sexuales con menores. En Cómo cazar a un monstruo vemos a la madre de Carles Tamayo (repetimos: la madre) quitarle importancia a todo aquello. Otro momento loquísimo de la serie. Uno más.
Quizá lo más demencial de Cómo cazar a un monstruo, tanto que cuesta creer que no sea una exageración conveniente, sea la relación de Lluís Gros Martí con su teléfono móvil. Ese aparato. que no existía cuando, allá por los 80, comenzaron sus andanzas sexuales criminales, le abre, 40 años después, un nuevo mundo de posibilidades, a cual más aberrante. La cámara de Carles Tamayo está ahí para captarlas todas. Incluso las que Gros, dado a olvidarse de finalizar las videollamadas, cree que no están siendo filmadas. Si es que es plenamente consciente, que no lo tengo tan claro, de que las otras sí. Todas son inenarrables y muchas resultan incómodamente cómicas. «Cuelga, idiota, que te están grabando», le llegué a gritar yo a la tele en algunos de esos momentos.
Muchos concursantes de Gran Hermano aseguran que dentro de la casa del programa uno termina olvidando que hay cámaras en todos los rincones. Mienten: saben perfectamente que están siendo grabados y emitidos e intentan controlar esa exhibición. No lo logran: los retorcidos guionistas y montadores del programa hacen con el material, incluso con el que se emite en directo, lo que les da la gana. Esos concursantes han firmado un contrato de cesión de derechos y eso significa que nada de lo que hagan ante las cámaras les pertenece. Lluis Gros le firmó algo similar a alguien todavía más listo que los productores de Gran Hermano.
Por otro lado, sus acciones delictivas eran sorprendentemente poco maquiavélicas. Eso es tan indignante como desorientador. Sus abusos eran perversos, claros, reiterados y directos. En Cómo cazar a un monstruo se obvia la pregunta de si ese señor podría ser inocente. Tamayo, a lo largo de los tres episodios de su serie, apenas se preocupa por un proceso judicial que terminó con un veredicto contundente. Lo que sí hace es desvelar abusos que jamás llegaron a los tribunales. Su lógica sospecha de que en los muchos años que median entre los distintos casos judicializados podría haber otros invisibles, se confirma. Ahí, Cómo cazar a un monstruo sí es periodismo y del bueno. Es en la parte de la caza de, ejem, el monstruo, donde su deontología, ejem, periodística es más que cuestionable. Lo que no tiene ni un pero es su potencia narrativa. Cómo cazar a un monstruo es flipante.
Si las series, de ficción, de realidad o de lo que sea, son más relevantes cuanto más nos revuelven por dentro, ésta es mi serie de la década. No había visto ni 10 minutos de su primer episodio y ya estaba discutiendo con la pantalla. Ahí sigo, hablando solo. Espero que no me estén grabando.