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Una manzana ofreció a uno la clave para entender la culpa; a otro, para dar con el sentido mismo de la gravedad, y al último, para cobrar consciencia de la paternidad. Probablemente todo (culpa, gravedad y paternidad) no sean más que tres formas de nombrar lo mismo, pero lo que no deja dudas es que An apple a day keeps the doctor away, que decía mi primo el galés. Sea como sea, manzanas traigo. Éste podría ser perfectamente el lema de la disparatada (y bastante entretenida, todo sea dicho) Guillermo Tell, la adaptación de aire shakespeariano a cargo de Nick Hamm de la obra firmada en 1804 por Schiller. Hay de todo. Cuerpos mutilados, batallas alborotadas, más cuerpos mutilados, reyes sedientos de sangre, héroes de las cruzadas, villanos despiadados y, cómo no, manzanas. Y cuerpos mutilados. También, y para que no falte de nada, hay planos filmados desde un auténtico ejército de drones que cartografían los Alpes suizos que ríete de Google Maps. La nueva gramática del cine épico, queda claro, es plano, contraplano y panorámica de dron. Y vuelta a empezar.
Básicamente, se cuenta la historia de un pueblo oprimido que, merced al sacrificio y heroísmo del más humilde de sus hombres, alcanza la liberación. Algo así como Braveheart, pero con manzanas. La historia discurre entre el clasicismo del mito, las torpezas del nacionalismo siempre rancio y la espectacularidad que exigen los nuevos tiempos. Así, todo se antoja tan perfectamente reconocible como siempre a la búsqueda de nuevas sensaciones. El campesino y experto en el manejo de la ballesta al que interpreta con rotundidad Claes Bang odia la guerra. Lo vivido tiempo atrás en las Cruzadas (allí estuvo, no pregunten cómo ni por qué) le ha convencido de que matar no es bueno. Tan pacifista es el hombre que de su experiencia en Oriente se trajo una mujer (Golshifteh Farahani) y un hijo adoptivo. Pero los pérfidos Habsburgo, encabezados por un tuerto Ben Kingsley en uno de los más extravagantes papeles de su carrera, no están de acuerdo. No contentos con dominar a los suizos a sangre y fuego, les torturan de todas las maneras posibles. Se diría que hasta deprecian su queso. Y claro, ocurre lo que ocurre en estos casos. Primero la toma de conciencia, luego el disparo a la manzana y, por ultimo, la rebelión. Plano, contraplano, panorámica de dron.
La película discurre más pendiente de no desagradar a nadie que de gustar realmente a alguien. No se atreve al desasosiego visceral de, por ejemplo, El hombre del norte, de Robert Eggers, ni tampoco se pliega del todo a las convenciones más estandarizadas y pueriles del género (aunque ande muy cerca). El problema más grave es que se toma tan en serio a sí misma que es incapaz de disfrutar y hacernos disfrutar del cúmulo de insensateces, anacronismos y personajes absurdos (el actor Amer Chadha-Patel como cura párroco y Jonathan Pryce como surrealista rey helvético resultan impagables) que en buena lógica debería servir para desahogar tanta gravedad, tanta culpa y tanta paternidad. La escena en que Tell arenga a las masas, por ejemplo, y les conmina a no tener miedo a la muerte, de haberla hecho a caballo debería pagar derechos de autor a Mel Gibson. Sea como sea, justo es reconocerlo, se disfruta. Digamos que la épica del ridículo tiene su gracia. Al final incluso, se anuncia la posibilidad de una secuela. Queda por ver si la cosa seguirá hasta que los herederos de Tell funden el primer banco o se detendrá cuando dieron con la clave de la navaja.
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Director: Nick Hamm. Intérpretes: Claes Bang, Connor Swindells, Ben Kingsley, Golshifteh Farahani. Duración: 133 minutos. Nacionalidad: Reino Unido.