LA LECTURA
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Charles Landry: "El gran descontento con nuestras ciudades responde a la diferencia entre los más ricos y el resto de sus habitantes"

El economista y urbanista explicó su visión de la ciudad en los Encuentros Pública 25. "La gente teme perder su identidad, vivir en un mundo en el que todo parece un poco igual"


Charles Landry.
Charles Landry.Ángel Navarrete
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Charles Landry (Londres, 1948) cuenta que una vez lo presentaron en un acto público como a un activista y que él se quedó dándole vueltas a la palabra. "La conclusión a la que llegué fue que no me veo como a un activista sino como a alguien que hace posible las cosas", explica Landry, llegado a Madrid para participar en los Encuentros Pública 25, un congreso de profesionales de la cultura que organizó La Fábrica este mes.

¿Se reconocerá Landry en ese oficio? En los años 80, el economista británico fue uno de los grandes animadores intelectuales del debate urbanístico a través de la editorial Comedia. En los 90, pasó a la práctica como autor de proyectos de regeneración y como asesor para/en ciudades de toda Europa que languidecían. En el siglo XX, Landry ha vuelto a la teoría para sintetizar su carrera en torno a los conceptos de ciudad y burocracia creativas. Ojo: la ciudad creativa y su burocracia no son aquellas hechas para sus élites artísticas y académicas sino las que se enfrentan a sus problemas con estructura pero sin rigidez.

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¿Se da cuenta de que al populismo contemporáneo le damos un significado antiurbano? Decimos que la gente vota a Trump porque odia a los urbanitas ricos de Nueva York, que los chalecos amarillos van contra París, que Orban plantea un dilema Hungría contra Budapest...
Estoy de acuerdo. Existe un sentido de conflicto político entre las capitales y los países que las rodean y que va a más. En Polonia se ha visto claramente, fueron las ciudades las que votaron por Tusk. Pero, en el fondo, creo que no tiene tanto que ver con un rechazo a las ciudades sino con el miedo de las personas a perder el poder sobre sus vidas. Mucha gente que vota a Trump teme que las élites de Nueva York la dejen atrás. Porque eso es verdad: las ciudades dejan gente detrás, incluso dentro de ellas. Hay barrios centrales cada vez más ricos y sofisticados y otros que se quedan detrás. Cuando algo mejora en ellos, enseguida se ve como gentrificación, como una ampliación del centro que deja a más gente atrás. El populismo contemporáneo tiene muchas capas de significado, pero una que me interesa aquí es el miedo de no tener control sobre la vida. Las cosas pasan demasiado deprisa, cambian demasiado radicalmente. Y la gente teme perder su identidad, vivir en un mundo en el que todo parece igual y un poco falso, a que llegan vecinos a los que no entienden porque hablan en otro idioma... Hay más cambios de los que la gente puede asimilar. ¿Qué discusión han ocupado el centro del debate público en estos años? Las políticas de género. Bueno, yo conozco a varias personas que han cambiado de género, no creo que este sea un problema inexistente, pero es un tema muy difícil de entender para mucha gente que no tiene esa experiencia directa con personas trans. Y esa gente siente que pierde el control sobre lo público.
Sus padres vivieron en Berlín, en Londres, en Múnich y en Génova. ¿Tenían una idea crítica de las ciudades en las que vivieron? ¿Solían hablar de lo que les gustaba y lo que no les gustaba de Londres?
Eso tiene una respuesta larga.
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Mi padre no era exactamente un filósofo pero sí era el hombre que trabajaba con y para los filósofos de Berlín en el periodo de entreguerras. Walter Benjamin, por ejemplo. No recuerdo que él dijera nunca una frase del tipo "me gusta esta ciudad porque...", pero estoy seguro de que le gustaban las ciudades grandes porque las veía como un lugar en el que se producían conexiones. Esas conexiones eran su modo de vida. La idea del cosmopolitismo también les gustaba a los dos. Cuando se fueron a un lugar más pequeño en Italia, lo sintieron como un retiro.
¿Les gustó vivir de retiro?
Sí, pero era otra cosa. Voy una generación más atrás. Mi abuelo, al que no conocí, era químico y también cantante de ópera. Su voz era un poco baja para ser tenor y un poco alta para ser bajo; estaba en algún lugar en medio... Se pasó la vida viajando con su familia, de modo que mi padre hizo sus estudios sin ir al instituto. Y eso se le quedó marcado, siempre fue un solitario. Pero nació en 1899, así que su mundo fue el de la República de Weimar. Hay un artículo sobre mi padre en el que se compara el Berlín de los años 20 con la contracultura de los 60. La misma liberación sexual, el jazz, la vida nocturna, los trabajos que iban y venían, la gente que vivía de prestado, la sensación de que algo cambiaba... Y él, ese chico solitario, estaba en medio de ese mundo, era una de las personas que hacían que la gente conectara. Tocaba el piano en los clubes, era amigo de Trsitan Tzara, estaba en todos los líos...
Y se le quedó la nostalgia de ese lugar para siempre.
Tenía seis hijos, él nunca habría usado la palabra "nostalgia". Demasiadas tareas y demasiados líos. Pero sí creo que Inglaterra nunca lo llenó del todo, no cumplió con sus promesas. La historia de su emigración fue dura. Mis padres llegaron a Inglaterra sin dinero, con niños, en un mundo en guerra... Inglaterra sospechaba de ellos porque eran alemanes y los confinó en la isla de Man. Resultó ser una experiencia estupenda porque volvió a reunirse con los mejores pensadores de Alemania que también estaban confinados... Kurt Schwitters retrató a mi padre, lo puede buscar como El filósofo Haral Landry.
¿Y usted? ¿Tenía una idea del tipo de sitios en los que quería vivir con 22 años?
Nací en Londres y viví en Hampstead, en una zona muy bonita y bastante pija de la ciudad, aunque nosotros éramos unos intrusos. Un programa público nos instaló allí aunque éramos pobres. Después, nos dieron un piso en una gran promoción de viviendas sociales. Me acuerdo de que tenía muy claro que había calles que no debía cruzar porque eran el territorio de otros. O sea que tuve dos experiencias muy complementarias en Londres... Entonces nos fuimos a vivir a Múnich, que era una ciudad interesante en ese momento porque Berlín estaba bloqueada y Múnich era la capital de la zona de control estadounidense. Era el gran foco cultural de Alemania. Jimi Hendrix destrozó por primera vez una guitarra en Múnich. Yo me relacioné mucho con el mundo del arte: Rauschenberg, Warhol... Todos pasaron por Múnich. O sea que se repitió la historia de mi padre: la vida se aceleraba a la puerta de mi casa y yo estaba allí. Además, tenía hermanas mayores y los alemanes me veían como a un chico inglés. Eso me daba prestigio. Vivía en un barrio muy bonito, pero había un psiquiátrico que estaba en la zona y soltaban a los pacientes por la calle. Algunos de ellos eran fascinantes, algunas mujeres eran muy atractivas... Y eso ocurría en el paisaje más agradable que pueda imaginar, algo parecido al tipo de casas que se ven en Brooklyn, con árboles en las calles... Creo que de Múnich me ha quedado la idea de que hay un punto justo para las ciudades, que no tienen que ser gigantescas para ofrecer el cosmopolitismo que hace que merezcan la pena. Hay ciudades que he amado como Estambul pero que han crecido tanto que son hoy lugares ingobernables, lugares en los que es imposible planear ninguna acción que tenga un impacto verdadero.
Cuando yo llegué a Madrid desde la ciudad en la que nací me encantaba la sofisticación cultural de la gran capital: los cines con películas francesas, las librerías y los museos, la gente elegante con la que me podía relacionar... Hoy, sospecho que mis amigos en mi ciudad tienen el mismo acceso a la cultura, que visten igual y que tienen claves muy parecidas a las mías en Madrid.
Eso es interesante. ¿Qué es lo que hace que una ciudad no muy grande sea atractiva para vivir en ella? Hice una exposición en Sicilia sobre ese tema hace cinco años. Tenía cinco salas, cada una dedicada a una idea. La primera contaba que queremos que haya algo distintivo en las ciudades que nos ancle a ellas, queremos que sean un sitio concreto y no un sitio cualquiera. La siguiente sala contaba lo contrario: queremos que la ciudad nos haga sentir conectados al mundo. Eso incluye poder ver películas francesas, sí, y coger un tren y llegar a otro sitio. La tercera sala se llamaba Alimento y naturaleza, Nourishment and nature, que en inglés, suena mejor. Se refería a las necesidades de subsistencia que nos cubren las ciudades. La cuarta se llamaba Ambición y oportunidad, que es posiblemente la que explica por qué vino usted a Madrid. La ciudad es la promesa de completar nuestras aspiraciones. Y la quinta se llamaba Inspiración y evocación. A veces,las ciudades nos llevan a querer trascender. Estuve en Madrid después de los atentados de 2004. Visité la estación de Atocha y el jardín que tiene a la entrada me pareció un lugar que transmitía algo elevado en el duelo... Hoy añadiría una sala más, una idea de innovación. Una ciudad nos es atractiva si ofrece formas nuevas de abordar el bien común. A veces parece que el mundo se viene abajo. Necesitamos que nuestras ciudades intenten algo que nos haga sentir que la generosidad y la bondad existen. Eso, en las ciudades gigantescas, es muy difícil de lograr. La ciudad está basada en los encuentros entre las personas, también en los encuentros casuales. En una ciudad de 12 millones de habitantes, ¿son posibles? Cuando mi amigo Carlos Moreno habla de la ciudad de los 15 minutos en París no sólo habla de eficiencia energética, habla también de volver a propiciar los encuentros entre las personas.
En 1968 usted tenía 21 años. Me gustaría preguntar por Mayo del 68 y la ciudad. Por un lado, fue la revuelta más urbana que se pueda imaginar y, por el otro, en eso de los adoquines y la playa ya hay una idea de la ciudad como el lugar que nos aliena.
No era una persona muy política en 1968. Estaba más interesado en las mujeres, en salir de noche y en el arte. En Múnich se dieron los primeros grandes disturbios estudiantiles de Europa, Fue en 1964. Unos chicos se pusieron a tocar la guitarra en Schwabing, que era la zona bohemia de la ciudad, la policía los sacó por las malas y al día siguiente se manifestaron miles de estudiantes. Yo no me quería vincular mucho a ese tema, quería que me dejaran hacer mi vida. La gente que era cinco años mayor que yo y se hacía comunista... No me interesaban mucho, la verdad. Pero algo me debió de quedar porque mi trabajo, al cabo de unos años, cambió cuando caí en un edificio en Londres, una antigua factoría de KitKat, en el que había mil asociaciones más o menos activistas y yo descubrí que lo que se me daba bien era conectarlas y conseguir que tuvieran voz. Y eso sí que me hace parte del 68, ¿no? De ahí salió la idea de la burocracia creativa. No sé si estoy contestando a sus preguntas.
No, pero tampoco pasa nada.
Me había preguntado por el 68 y la idea de ciudad... Para mí, en 1968, la ciudad era una fuente de excitación. No era un problema, era lo que necesitaba para vivir plenamente. Pero creo que intuía ya que la ciudad que deseaba era una que me permitiera sentirme una parte de su vida. En Múnich me sentía así; en Londres, no. La vanidad existe, no debemos ignorarla. En Berlín yo he podido entrar en los clubs de los que todo el mundo hablaba, he podido entrar en Tresor, por ejemplo, aunque fuera para descubrir que era el más viejo de la fiesta e irme. Pero eso me ha hecho sentir parte de la ciudad. En Bolonia estudié y me sentí así. Y en Bilbao, donde he trabajado... No son ciudades perfectas pero te invitan a pensar que podemos significar algo. Eso en una megalópolis no pasa... En realidad, la sensación de decadencia urbana la empezamos a percibir a final de los años 80 que es cuando empecé con Comedia. Había trabajado en la Comisión Europea. Visité Liverpool, Sheffield, Glasgow... Todo se nos rompía ante los ojos. Algunas ciudades tenían su cultura y potencial. En otras ciudades no había nada a lo que agarrarse. Empezaban los conflictos con la inmigración, las señoras indias que no hablaban inglés... Supongo que empezamos a preparar proyectos. Nos dimos cuenta un poco tarde. O, por lo menos,empezamos un poco tarde a actuar.
¿Podría comparar las razones para el descontento con las ciudades en 1975 con las razones para el descontento en las ciudades en 2025?
En 1975, al menos en el Reino Unido, no había todavía un gran descontento urbano. El Estado del Bienestar funcionaba razonablemente bien. Se rompió un poco más tarde. Puede que hubiese un descontento con el paisaje de la arquitectura brutalista... Hoy nos parece una arquitectura atractiva pero la gente de 1975 sintió que alguien había desconectado con ellos, que se habían olvidado de sus expectativas y de las cosas que le gustaban. ¿Le gusta Rem Koolhaas? Seguro que le gusta.
Lo entrevisté una vez, lo pasé fatal y eso me pesa.
Yo tuve una charla con él en público. Fui a saludarlo y se quedó rígido. Luego recordé que yo había escrito un artículo que se titulaba ¿Es Rem Koolhaas un genio o un imbécil?. Sospecho que no entendió esa ambigüedad. Supongo que hay algo roto en él. No sé si viene de su infancia en Indonesia o de dónde. Hay algo disfuncional que le impide entender a la gente, verla en su condición humana.
¿Y su teoría es que eso mismo pasaba con la arquitectura que se hacía en 1975?
Sí. Me parece que hay mucha belleza en esa arquitectura pero que hay algo que no va, una incomprensión profunda de cómo funcionan las relaciones personales. Pienso en Koolhaas y me pregunto: ¿le gusta la gente? Lo dudo. ¿Se puede hacer arquitectura buena sin que nos guste la gente?
¿Y el descontento en 2025?
Tiene que ver con la dinámica que ha tomado el capitalismo y con la descomunal diferencia entre los ricos y el resto de los habitantes de las ciudades. La otra insatisfacción es que cada vez es más difícil comunicarnos, cada vez somos más invisibles unos a otros.
. ¿La soledad en las ciudades es más angustiosa ahora?
La soledad es una pandemia reconocida por la Organización Mundial de la Salud. Yo mismo me empeño en ir todos los sábados al mercado de productos locales de mi pueblo, en ir al mismo café y en fingir con un amigo que estamos en un salón literario de 1920. Les pregunto a los señores que venden las fresas del mercado qué tal les va... Se pensarán que estoy loco pero se lo toman bien mientras no le pregunte por el dinero. ¿Por qué lo hago? Porque yo también necesito sentirme parte de un nosotros, de algo más grande y más auténtico que mi individualidad. Las ciudades necesitan espacios que propicien encuentros así, que nos hagan sentir que pertenecemos a un nosotros. No hace falta que conectemos íntimamente, pero sí que sepamos que los vecinos existen. De charlar con el señor que vende leche en el mercado descubrí que era profesor y ahora hablamos de otras cosas. En cambio, mi sobrino tiene problemas de salud y vive en una soledad profunda y angustiosa. Y mi hija tiene un amigo que vive en un aislamiento y en un vacío espantoso y que lo ha llevado al consumo de drogas. No es exactamente soledad sino aislamiento lo que veo.
Salió la palabra auténtico... Hoy, cualquier cadena de hamburgueserías imita los códigos estéticos de la bohemia urbana. ¿Cómo diferenciar la ciudad creativa de su réplica?
La autenticidad es imposible de definir en una frase. Creo que la autenticidad viene en capas superpuestas. Si hablamos de estética, que es la palabra que ha usado, pienso en la imagen de lugares en los que existe una coherencia y legibiliad. Que nos despierten una parte de fascinación y que cercan experiencias ricas y complejas pero que también dejan algo abierto a nuestra decisión.