MADRID
Síndrome de Estocolmo

Lo que brilla en el metro

Una amiga se lanzó al andén antes de llegar a su parada. Había visto algo brillar. En su vagón había cruzado la mirada con un chico y decidió lanzar su tarde por los aires. Siguió sus pasos y, antes del final de la línea, habían intercambiado cuentas de Instagram

Lo que brilla en el metro
JAVI MARTÍNEZ
PREMIUM
Actualizado

Ozempic ha logrado aquello con lo que fantaseaba cualquier diseñador parisino adicto a la Coca-Cola Light: ha desactivado el body positive. Ahora las curvas de Barbie Ferreira se han licuado y en sus fotografías ha dejado de posar desafiante. Tras la jeringuilla, la ropa ya no se tatúa en los muslos. El pinchazo, a cambio, regala a las famosas mofletitos de basset hound. Se ahuecan las mejillas y junto a la comisura de los labios aparecen dos saquitos de carne alargados como lágrimas gigantes.

En Madrid, cualquiera puede ser víctima de la cara de Rastreator. El de Ozempic es el mismo efecto que provoca la luz cenital del metro y los ascensores. Dejan a una tan expresionista que conocí a una señora que jamás había compartido ascensor con su marido. Durante sus cuarenta años juntos, siempre se había quedado atrás. No quería que él la viera con rasgos de delincuente en un cuartillo de interrogatorios.

En el metro la tensión perropachona es inescapable. Los fluorescentes blancurrios replican irremediablemente la iluminación de las salas de autopsia porque, en efecto, cada día, de siete a nueve y media de la mañana, ahí abajo muere el espíritu del individuo. Bajo la luz vibrante de las líneas que cortan la Castellana y la Gran Vía, el rostro se oscurece. Unos muñequitos de plástico enganchados al bordillo de los móviles ahora remueven la turbiedad. Los Sonny Angels, entre manicuras empolvadas, juegan a ser bebés con orejas de conejo, traseros al aire y ojos zalameros. Con las ojeras (humanas) proyectadas hasta la nariz, los músculos se preparan para salir pitando.

Hace unas semanas, una amiga se lanzó al andén antes de llegar a su parada. Había visto algo brillar. En su vagón había cruzado la mirada con un chico y decidió lanzar su tarde por los aires. Siguió sus pasos y, antes del final de la línea, habían intercambiado cuentas de Instagram.

Él, en efecto, tenía cara de póster, pero ella aún no sabe si atrajo su atención porque se merecía forrar un armario o porque el efecto del espacio cerrado lograba desbordar los obstáculos del escenario. Suprimida la posibilidad de elección, el vagón lo idealizaba. Puede que la conciencia de la finitud inminente exalte la belleza y que por eso los romances navideños se adueñen de las películas de media tarde. Un final sentenciado elimina la responsabilidad: solo lo que en ese tiempo pueda pasar sucederá. O puede que la flacidez lumínica se evapore ante la mirada dispuesta a amar. Yo, para no conectar mi cara con las de Ludwig Kirchner, seguiré llevando gorra en el metro. En todos estos años, detrás de mí solo se ha bajado una señora en Núñez de Balboa que gritaba que me iba a matar.