"¡Putin asesino!". Pero sus voces se perdían entre el rumor del tráfico y la indiferencia de quienes paseaban por la calle Alcalá, camino de Cibeles. Fue el sábado. A esa hora en que la penumbra empieza a enseñorearse de la tarde. Los miraban, les mirábamos, con una honda tristeza culpable mientras ellos recordaban a gritos que Rusia lleva ya tres años asesinando a sus familias y destrozando sus ciudades. Ondeaban sus banderas nacionales y sostenían pancartas en las que acusaban a Europa de mantenerse expectante y casi temerosa ante la posibilidad de que Rusia (potencia nuclear con una de las mayores reservas de hidrocarburos del mundo) pueda ser derrotada. Paradojas de la geopolítica. Y lo hacían por la calles de la capital de un país cuyo Gobierno de coalición progresista decidió, desde que comenzó la invasión de Ucrania, duplicar la compra de gas natural al tirano, colaborando así al esfuerzo bélico de Putin, como hizo la OPEP, liderada por la integrista islámica Arabia Saudí, al reducir su producción de crudo para subir los precios, o la comunista China, que ha fortalecido sus alianzas comerciales con la dictadura rusa.
"La política internacional no suele tener entrañas; en ella, amistades y sentimentalismos no cuentan. Jamás un país suele llevar su celo por otro más allá de sus propios intereses. Eso es la moneda corriente, y debemos sujetarnos a ella"
No hace mucho (imposible no recordarlo viendo a ese puñado de exiliados que tan ajenos nos resultan) eran los españoles los que, como espectros extraños (así los veían), organizaban manifestaciones en París gritando "¡Franco asesino!", ante la misma indiferencia de los franceses. Pero para entonces, EEUU había optado por dejar a su suerte al pueblo español y consolidar la dictadura franquista por meros intereses geoestratégicos. Muchos españoles de entonces habrían agradecido que el amigo americano hubiese desembarcado en España con sus ideales de democracia liberal y defensa del Estado de derecho. No fue posible. Ni con Truman (el genocida de Hiroshima), ni por supuesto con Eisenhower, que se paseó por Madrid para simbolizar los acuerdos que mantuvieron a Franco en el Pardo. Pero tampoco los demócratas Kennedy y Johnson hicieron nada por los españoles ni, por supuesto, los republicanos Nixon y Ford. Franco murió en su cama como, probablemente morirá Putin en la suya, habiendo roto Ucrania y condenado a sus habitantes a la miseria. Porque Trump no es distinto a sus predecesores. Tampoco a Reagan, que financió a Sadam Hussein y a los talibanes e hizo fortuna con las armas iraníes. Un imperio se sostiene sólo mediante la potencia del dinero y la amenaza de la sangre.
Apareció en España en 1952 un libro con el concreto título de Masonería, firmado por un enigmático Jakim Boor. Más allá de la retórica falangista, en su Introducción podía leerse: "La política internacional no suele tener entrañas; en ella, amistades y sentimentalismos no cuentan. Jamás un país suele llevar su celo por otro más allá de sus propios intereses. Eso es la moneda corriente, y debemos sujetarnos a ella". Como los españoles de ayer, lo sufren hoy los ucranianos. Boor (seudónimo de Franco) sabía muy bien de lo que hablaba.